miércoles, 23 de octubre de 2019

PUT ON A HAPPY FACE



Podemos llegar a entender del todo el comportamiento de una persona al margen de su contexto? De las vivencias que acumula, de su entorno educativo y experiencias más tempranas? Del afecto y mensajes que ha recibido?

Claramente, no es posible.

Joker, es una de esas películas que te dejan dando vueltas a lo que has visto durante largo tiempo, que te hacen reflexionar sobre lo sucedido en pantalla e incluso ir más allá: en el significado de todo lo que hay detrás. Es una de esas películas cuyo trasfondo es más de lo que se puede ver a simple vista. Es una película que invita a conocer en profundidad al personaje y sus motivos, sus impulsos, su sistema de creencias. Es una película en la que dejas de ver al Joker y conoces a Arthur; aunque también llegas a comprender en qué punto Arthur pasa a convertirse en el Joker.

Con la enfermedad mental de fondo y el fuerte estigma que existe hacia ella, se repite constantemente la frase Put on a happy face”, dibuja una sonrisa en tu cara, aunque las circunstancias sean adversas y no inviten a ello. 

Como poco, peligroso.

No se trata de tratar de poner buena cara a la adversidad, ni siquiera de centrarnos en la parte positiva de nuestra vida cuando haya partes complicadas, sino de emplear la risa como un mecanismo de protección, una vía de escape cuando aceptar la realidad resulta insoportable. Y el problema no es reírnos en un mal momento, sino asumir que no hay ningún problema, ningún daño, ninguna herida que después de años sin asumir, acaben provocando una huella imborrable.

Lo que vivimos en los primeros años de vida nos marca y va confeccionando nuestra personalidad, nuestra forma de entender el mundo y las relaciones con los demás. Nuestro modo de valorarnos. Cuando lo que tienes alrededor es tan horrible e imposible de digerir, recurres a mecanismos que te ayuden a sobrellevarlo. Escondes recuerdos en zonas aisladas de tu cabeza hasta que dejen de ser conscientes y si los demás no te ven ni te tienen en cuenta, aprendes a ser invisible para los demás.

Infancia de abusos, malos tratos, invisibilidad, risas y felicidad fingida, ausencia total de apoyo social... ¿Tenía Arthur otra posibilidad de acabar cogiendo el camino que se muestra en la película? Evidentemente, no todo es justificable y siempre hay malas o buenas decisiones que nos acercan o alejan de lo que es adecuado. Siempre o casi siempre, podemos escoger. Pero aquí la crítica o la reflexión, es otra.

En una sociedad que señala, que margina, que decide lo que está bien y lo que no, aquellos que no encajan se quedan fuera. Y si los que se quedan fuera carecen de recursos o habilidades sociales, comunicativas o afectivas, la dificultad aumenta. La sociedad podrá poner mil trabas, pero partamos desde la base y sobre todo,

criemos niños que no tengan que recuperarse de su infancia.




jueves, 7 de marzo de 2019

Locos, alguna vez, nos volvemos todos

Vivimos en una sociedad que nos exige, nos demanda y nos pide un ritmo rápido y constante. En una sociedad que suponemos cada vez más libre y tolerante y en la que, sin embargo, se nos pide encajar en determinados patrones. 

Vivimos en una sociedad en la que entendemos, que cuando uno no se encuentra bien físicamente, debe acudir al médico. Y si sucede que debemos enfrentarnos a una enfermedad leve, grave o incluso crónica, solemos buscar un remedio para la misma, asumiendo que nos ha tocado lidiar con esto. 

Sin embargo, también vivimos en una sociedad en la que no ponemos el mismo cuidado ante el sufrimiento o malestar psicológico. Suponemos que el mismo nos lo hemos buscado nosotros y que como tal, uno mismo es responsable de sanar. Y aquí está el fuerte estigma hacia la enfermedad mental: entendemos la enfermedad mental como un sinónimo de “locura” y aunque por suerte cada vez menos, se sigue considerando que ir al psicólogo es “cosa de locos o débiles”. 

Pero... tal vez hoy en nuestro país exista un padre que no puede aceptar haber perdido a su hijo en un accidente de tráfico. Nuestro vecino, igual lleva varios meses sin atreverse a salir de casa por si le da un ataque de pánico y a tres manzanas un hombre ha decidido volver a coger el coche tras 9 meses desde aquel accidente que le hizo evitar volver a conducir. En Madrid, Luis se acaba de acabar el vaso de Whisky tras 13 años de abstinencia y en Bilbao, una mujer se culpa por no haber podido evitar que aquel hombre le forzara, porque “quizá no tendría que haberse puesto esa ropa”. En Asturias, un adolescente se siente angustiado porque sus compañeros de clase se ríen de él. En Galicia una persona está pensando cómo quitarse la vida mientras en cualquier otra parte del mundo, seguro que otra persona ya lo ha hecho. 

No nos educan para aprender a manejar nuestras emociones. No nos enseñan qué hacer si sentimos dolor ni a no sentirnos culpables por ello. No nos enseñan a gestionar la pérdida de un ser querido u otro tipo de duelo, trauma o enfermedad. No nos informan de que estar tristes o sentirnos mal entra dentro de la normalidad y tampoco nos enseñan a pedir ayuda cuando no sabemos cómo gestionar nuestro malestar por nosotros mismos. 

Sin embargo, debemos entender que ir a terapia es solamente una forma de mejorar nuestro bienestar emocional (igual que vamos al fisio si tenemos contracturas o al nutricionista si queremos mejorar nuestra alimentación), y no debemos tener miedo a decirlo en voz alta, con el orgullo de quien ha sabido detectar un problema y ponerle remedio. Y sobre todo, no percibamos que ir al psicólogo es solo para “débiles o locos”, porque ningún ser humano se salva de librar su propia batalla y “locos”, alguna vez, nos volvemos todos.